En el siglo XVIII, la ciudad de Quito – en la Real Audiencia de Quito, Virreinato del Perú- llegó a su apogeo una escuela de imaginería que aportaba características propias a los modelos religiosos importados desde España.
Inscrita en lo que hoy se denomina “Barroco andino”, dio como fruto una serie de obras artísticas que destacan por su expresividad y colorido, mezcla de lo popular y lo culto.
El origen de esta peculiar escuela hay que buscarlo las enseñanzas impartidas de artes y oficios desde la fundación del Colegio de San Andrés en el año 1565, que admitía alumnos mestizos y aborígenes, a quienes se enseñaban las técnicas básicas del modelado en barro y el tallado y policromía de la madera.
Algunos maestros centroeuropeos e italianos introdujeron detalles de la estética barroca y rococó, especialmente en los motivos decorativos y el aspecto general de estas figuras.
A las habituales imágenes marianas y de Cristo, santos, ángeles y demás, se unieron algunas no tan frecuentes en la metrópoli, como la representación de la Virgen apocalíptica descrita por San Juan, ya plasmada en grabados de finales de la Edad Media, versión que se denomina actualmente “La Virgen de Quito”, por considerarse un símbolo de la ciudad la que tallara Bernardo de Legarda en 1734.
Artistas como su discípulo, el también famoso Manuel Chili “Caspicara” (Cara de madera), o Manuel de Samaniego, alcanzaron un alto nivel de emotividad en las expresiones y belleza formal, plasmada en las encarnaciones a pulimento, los ropajes “estofados”( con motivos dorados resultantes de retirar una capa pictórica aplicada sobre un fondo previamente dorado), corlas ( transparencias coloreadas sobre fondos de oro o plata), las mascarillas de plomo policromado con las que se realizaban los rostros, los ojos de vidrio, generalmente azules y, en ocasiones, el cabello dorado de figuras como Jesús Niño o María.
Aunque actualmente se resaltan las características de fusión cultural de estas esculturas, lo cierto es que se corresponden con el arte popular español en la selección de personajes y tipos, añadiendo los propios de su ámbito, con las caracterizaciones correspondientes y las vestimentas locales.
De todo este elenco de obras destacan, por su ingenuidad y diversidad, los nacimientos o belenes, formados por pequeñas imágenes en las que se expresan mejor esas características locales, incluyendo la fauna y flora del entorno, siguiendo la tradición belenística hispana, que consiste en representar el nacimiento de Jesús en un paisaje familiar a los espectadores.
Así, vemos a María y José arrodillados, con las manos extendidas y el rostro traspuesto por una experiencia mística, tal como se aprecia en los nacimientos castellanos y andaluces del barroco, el Niño desnudo, a veces recostado, o como señalando una inexistente calavera en referencia su futuro triunfo sobre la muerte.
Son los ángeles danzantes gracioso trasunto de los coros angélicos de los grandes belenes cortesanos, mientras que el cortejo de los reyes, algo convencional, incorpora figuras ya olvidadas de nuestro teatro de Navidad como el “caballero de la Estrella”, junto a un séquito de llamas cargadas con alforjas y pajes coloridos de vestimentas brocateadas.
Es entre los pastores donde encontramos la fascinante mezcolanza de las sociedades virreinales, desde la india que curiosea lo que sucede en el portal, al buhonero contrahecho que vende su quincalla.
En estos días de Navidad de 2022 hemos armado un belén con figuras quiteñas, en recuerdo y homenaje a nuestros queridos amigos de la América hispana, pues el arte y la belleza juntan corazones, no los separan, y enviamos, con su imagen, nuestros mejores deseos de paz y prosperidad para el año entrante.
Otas piezas propias del Belén Quiteño del s.XVII.